martes, febrero 20, 2007

En espera

Son las cinco y pico de la mañana y estoy sentado en un incómodo banco de plástico. Apuro mi capuchino de máquina mientras lanzo una rápida mirada a mi alrededor, sabiendo que en quince minutos toda esa gente habrá desaparecido y nunca más volveré a verla.

El hombre trajeado del rincón lleva un rato mirándome. Tiene los ojos tan hinchados de llorar que uno tiene ganas de ir a darle un abrazo. Fantaseo acerca de los motivos que le han traído aquí mientras devoro, ávido, un paquete de Malteesers. Alguien ronca detrás de mí. Nadie más parece haberse percatado de mi presencia.

Soy la pieza que no encaja en este pequeño universo de angustia y dolor.

Nadie dice nada. Aprovecho este pequeño remanso de paz para pensar en mis problemas -o lo que yo llamaba problemas- e inevitablemente empiezo a compararlos con los de mis improvisados compañeros de desayuno. Y aunque no conozco sus historias, me siento afortunado de poder permitirme el lujo de preocuparme por naderías, mientras que hay gente que tiene problemas de verdad.

Decido que no tengo derecho a perturbar su espera, que no debo estar ahí, que me tengo que ir a casa. Me levanto abandonando la pequeña habitación, que se ha convertido en el único de trocito mundo que le queda a sus llorosos ocupantes.

Llueve en la calle.

Al llegar a casa me encojo en la cama buscando algo de calor, y mientras el sonido de la música se ahoga en mis sueños, dedico un último pensamiento a la gente de la sala de espera del hospital; a todos los que esperan algo en sus vidas. Y de repente, recuerdo algo:

“Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados” Mateo 5:5

Nos vemos el sábado que viene a la hora del desayuno.

sábado, febrero 17, 2007

Puedo prometer y prometo...

Al volver de Alemania pensé que para mí la fiesta ya se había acabado: después de cinco días en los que mi mayor preocupación había sido mantener un número suficiente de cervezas frías en el balcón, tocaba volver a la realidad, con sus madrugones, sus laboratorios interminables y su responsabilidad… Puede que por eso me sorprendiese tanto aceptar tan rápido la invitación de Bombonsito para su fiesta de anoche.

La tarde antes de la fiesta la dediqué a prepararme mentalmente para la noche que me esperaba. El hecho de ir con Paco, en un mano a mano de los de verdad, significaba dos cosas: una, que ésa iba a ser una gran noche y dos, que me iba a poner como las cabras. Elegir la ropa era sencillo. Camisa, vaqueros y las all-star para no parecer demasiado formal. Hasta que me corte el pelo, tampoco puedo ir vestido de otro modo. Ya sólo faltaba decidir con qué actitud afrontábamos la noche.

Ante la perspectiva de la barra libre, y el relajado ambiente que conlleva, le di vueltas a la idea de ir en plan “político”. Acercarme a una chica con el rollo de “puedo prometer y prometo…”. El fin que justifica todos los medios. Le daba vueltas a la idea y me gustaba, pero de repente me di cuenta de que yo no soy así. No sé cómo explicarlo, pero no es algo que nazca de mí.

Puede que por eso siempre diga que tal vez sea una de las personas que peor ligan del mundo. De noche, en un pub ruidoso y con la sensación de estar en un mercado de la carne, siempre se me ha dado mal. Muchas veces he envidiado a aquellos que son capaces de plantarse delante de una chica, y convencerlas en cinco minutos de que es el amor de su vida, hacer lo que quieran con ella y luego desentenderse… pero como ya he dicho, no es algo que yo pueda hacer. Lástima.

Al final, aunque no ligué, me lo pasé genial. Para el recuerdo queda una frase de Paco: “si tengo la mitad de cara de borracho que tú… es que voy muy borracho”. Lo único malo ha sido el madrugón, porque a las 9 tenía que estar en teleco, así que hoy he paseado mi resaca por toda Valencia…

Por cierto, un aviso a los marujones: hoy he hablado con la chica de la primera fila. Ha sido por una tontería y he tenido que meter la cuestión de las presentaciones con calzador, pero algo es algo, ¿no?

miércoles, febrero 07, 2007

Entre clases

Pasaban quince minutos de la hora y el profesor no había llegado. Impacientes, los alumnos habíamos salido fuera, esperando que llegase el bedel para comunicarnos la suspensión de la clase. Mis amigos no habían llegado, así que me senté en un banco para escuchar “Eyes Open” de Snow Patrol.

Con los primeros acordes de “You’re all I have”, abrí los ojos. Y la ví. A la chica de la primera fila.

En alguna ocasión ya he comentado cómo la música afecta a mi estado de ánimo.

Pues bien, ella estaba junto a la puerta, charlando con sus amigos. Mientras la miraba, las estrofas de la canción martilleaban mi cabeza: “…under your skin feels like home”, y de repente me he sentido muy solo. Quería quitarme los cascos, porque la música cada vez me hacía sentirme peor, pero no podía, o puede que en fondo no quisiera…

Y a medida que pasaba el tiempo, pensaba más y más en lo mucho que echo de menos una relación seria, revolcándome en mis recuerdos, cada vez peor, hasta que de repente, ha llegado el profesor y nos ha mandado entrar.

Escarmentado, he decidido volver sin música a casa. Ya me había comido demasiado la cabeza por hoy.

martes, febrero 06, 2007

Bendita Rutina

Hoy lunes tocaba volver a la facultad después de una extrañísima semana de vacaciones donde no he parado demasiado por casa.

No deja de resultar curioso que al acabar los exámenes nos entreguemos a la improvisación, los horarios raros y, en definitiva, a todo aquello que habíamos evitado con tanto empeño durante los últimos dos meses.

Ha sido hoy, al llegar a la primera clase del día, cuando he comprendido el verdadero valor de la rutina.

No puedo imaginar cómo sería mi vida si todos los días tuviese que hacer algo distinto, despertar a una hora distinta, y carecer de planificación alguna. En poco tiempo, lo que parecía “divertido y cómodo” se tornaría “infernal y absorbente” porque la rutina sirve para, entre otras cosas, quitarte unas cuantas preocupaciones de encima.

Así que cuando he mirado mi horario esta mañana, sólo he podido pensar: “Ay, bendita rutina".

Javi vuelve a casa.

viernes, febrero 02, 2007

Los abuelos tatuados

Esta semana de vacaciones que me ha regalado la distribución de los exámenes de enero me ha servido para descubrir el mundo de los talk-shows matutinos, en los que un presentador y su equipo de colaboradores -lo que también se conoce como “el consejo de sabios”- se dedica a destripar la actualidad nacional en clave marujil.

Así pues, sin nada mejor que hacer -y siempre refugiado en el calor de mi cama (y de mi pijama)- esta semana he pasado las mañanas en compañía de Manuel y Susana, de Ana Rosa y sus testimonios en directo.

Aunque a mucha gente pueda parecerle irrelevante la opinión de la señora que vivía en la misma calle que el parricida de moda de la semana, yo encuentro en sus palabras una fuente inagotable de conocimientos. Me explico: además de geografía (o si no, ¿cómo iba a saber yo que Dólar es un pueblo de Granada?), en ellos uno puede descubrir acentos hasta entonces desconocidos -como el riojano- y, sobre todo, tomar conciencia de la verdadera realidad de España.

Hace tiempo que España dejó de ser un país de gente repeinada, aseada, donde hasta el más pobre lucía impecable y gentil, preocupado del qué dirán. España es hoy un país de obreros, con chalecos azules y cabezas rapadas. De pendientes en las dos orejas. De cuerpos tatuados. El país de horteras que denunciaba desde hace años y que por fin ha dejado de ser invisible.

Basta con darse una vuelta por un centro comercial: el español medio luce pelo engominado, músculos esculpidos a golpe de esteroides, y tatuajes, cuanto más mejor: un par tribales, su nombre en chino, y el nombre de su última churri. Ochenta kilos de carne que viven esclavos de su imagen, de una visión de sí mismos que ellos no inventaron, pero que se ven condenados a mantener, atrapados como están en su particular versión de "Quiero ser como Beckham".

Aunque es una forma de vida que nunca he conseguido entender, lo que más me ha llamado la atención siempre ha sido la obsesión por los tatuajes. ¿Acaso no saben que un tatuaje es para toda la vida? ¿De verdad piensan que toda esa parafernalia estará de moda siempre? ¿Qué harán entonces nuestros fashion-victims del andamio?

Si las cosas no cambian, en 40 años Benidorm estará lleno de abuelos tatuados. Viejos que, embutidos en una vieja camiseta que marca su pecho caído, mirarán el mar con la nostalgia del que recuerda tiempos mejores.

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