Como una verdad incómoda que queríamos evitar, el verano ha vuelto. Dentro de poco empezaremos a pasear nuestros excesos invernales por esa pasarela de la semidesnudez que son playas y piscinas, sin más tela que un minúsculo bañador cubriendo nuestro cuerpo. Atrás quedaron esos confortables meses de jersey y cazadora, en los que nuestros kilos de más descansaban, ocultos, permitiéndonos conservar algo de dignidad.
Resulta curioso que sea en estas semanas, y no durante todo el año, cuando nos demos cuenta de que no tenemos cuerpos de anuncio. Es como si, después de un invierno de pocos -o nulos- cuidados, un día nos despertásemos con redondo michelín adornando nuestra cintura. Un patético michelín que no tenías la noche anterior al acostarte.
¡Un momento! -decimos mirándonos al espejo- ¿qué es ese bulto que me ha salido? ¿dónde se ha metido mi tableta de chocolate?
Como respuesta, el tipo del espejo, ese tipo que es como tú salvo por el indigno michelín, te contesta señalándote: ¿acaso no lo ves?... -y sonríe malvado- … ¡repartida a lo largo de todo tu perímetro!…
Indignado, decides que ningún tipo gordo del espejo tiene derecho a reírse de ti. Que se van a enterar él y su michelín, porque hoy mismo empiezas la operación bikini, y en un plis-plas ambos no serán más que un incómodo, casi irreal, recuerdo.
Pero perder peso no es fácil. Los que lo hayáis intentado sabréis que las dietas, además de aburridas, son duras. Después de un par de días bastante divertidos -¡hay que ver de cuántas maneras se pueden cocinar las judías verdes!-, desaparece el entusiasmo y nos damos cuenta de lo patético que resulta tener que pesar las cosas antes de comértelas.
Por eso decidí que necesitaba un compañero de fatigas, y lo encontré en mi amigo Alberto. Él es quien me acompaña en este viaje por el lado oscuro de la gastronomía (no se me ocurre otro nombre para ensaladas, carnes a la plancha y postres insípidos), y, después de mi michelín, el principal motivo para no darme por vencido.
Desde que empezamos las dietas, Alberto y yo nos comportamos como un par de jóvenes anoréxicas en plena “batalla de kilos”. Me explico: si uno baja un kilo, el otro también debe hacerlo. Si uno sale a correr tres días a la semana, el otro también debe hacerlo. Constantemente nos llamamos para intercambiar consejos y -lo que a él más le gusta- nuestras últimas pesadas.
Y, aunque parezca mentira, la fórmula funciona. Resulta que el miedo a perder la apuesta es mucho más fuerte que el hambre, y poco a poco, uno y otro vamos bajando de peso. El tanteo es otra historia. Por ahora Alberto me está dando una soberbia paliza, pero se está estancando… ¡y yo sigo progresando!
No conoceremos el resultado final hasta dentro de poco menos de un mes, cuando antes de ir a la playa, en bañador frente al espejo, vuelva a preguntarme: ¿dónde se ha metido mi tableta de chocolate?...
Siempre me quedará el consuelo de saber que la verdadera belleza está en interior.