En espera
Son las cinco y pico de la mañana y estoy sentado en un incómodo banco de plástico. Apuro mi capuchino de máquina mientras lanzo una rápida mirada a mi alrededor, sabiendo que en quince minutos toda esa gente habrá desaparecido y nunca más volveré a verla.
El hombre trajeado del rincón lleva un rato mirándome. Tiene los ojos tan hinchados de llorar que uno tiene ganas de ir a darle un abrazo. Fantaseo acerca de los motivos que le han traído aquí mientras devoro, ávido, un paquete de Malteesers. Alguien ronca detrás de mí. Nadie más parece haberse percatado de mi presencia.
Soy la pieza que no encaja en este pequeño universo de angustia y dolor.
Nadie dice nada. Aprovecho este pequeño remanso de paz para pensar en mis problemas -o lo que yo llamaba problemas- e inevitablemente empiezo a compararlos con los de mis improvisados compañeros de desayuno. Y aunque no conozco sus historias, me siento afortunado de poder permitirme el lujo de preocuparme por naderías, mientras que hay gente que tiene problemas de verdad.
Decido que no tengo derecho a perturbar su espera, que no debo estar ahí, que me tengo que ir a casa. Me levanto abandonando la pequeña habitación, que se ha convertido en el único de trocito mundo que le queda a sus llorosos ocupantes.
Llueve en la calle.
Al llegar a casa me encojo en la cama buscando algo de calor, y mientras el sonido de la música se ahoga en mis sueños, dedico un último pensamiento a la gente de la sala de espera del hospital; a todos los que esperan algo en sus vidas. Y de repente, recuerdo algo:
“Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados” Mateo 5:5
Nos vemos el sábado que viene a la hora del desayuno.