La vajilla buena
En mi casa, cuando se trata de bajar al trastero, siempre soy yo el elegido. A veces pienso que la puerta tiene truco y soy el único que lo conoce, porque otra razón no se me ocurre. Pero ese no es el tema.
Hace un par de meses, mientras hacía hueco a unas nuevas maletas, topé con unas cajas en las que nunca había reparado. Al volver a casa, la respuesta de mi madre me sorprendió un poco: “debe de ser la vajilla buena”.
Más tarde, cuando le pregunté por ella, mi madre me explicó que compró al casarse la vajilla buena, esperando estrenarla en la primera ocasión especial que se le presentara.
Pasaron los meses, y la vajilla seguía en su caja, hasta que acabó cayendo en el olvido. Al cabo de unos años, guardada en el trastero, todos se olvidaron de ella. Mis padres compraron otra vajilla y olvidaron haber tenido nunca la anterior.
Hasta que yo tropecé con ella.
El caso es que todo esto de la vajilla me hizo pensar. Por miedo a estropearla, mi madre nunca llegó a disfrutar de aquella vajilla que en su momento le hizo tanta ilusión y ahora, veintiséis años después, ninguna de sus piezas había salido nunca de su embalaje.
A las personas nos pasa a veces lo mismo.
No puedo evitar pensar en aquella vajilla como aquellas cosas que conseguimos pero que no somos capaces de disfrutar por miedo a estropearlo; en los miedos que nos acompañan antes de dar un gran paso.
Y aunque es perfectamente normal sentir miedo ante el cambio, no debemos amilanarnos ante los obstáculos, sino que debemos seguir adelante.
Porque nunca podríamos perdonarnos olvidar algo que podría cambiar nuestras vidas durante veintiséis años en el fondo del trastero.
Al fin y al cabo, de lo único que debemos arrepentirnos es de las cosas que no hemos atrevido a hacer.